Exorcismo Clarita Villanueva

¿Qué verdades oscuras se esconden tras el exorcismo de Clarita Villanueva?

En la Manila de los años 50, entre calles húmedas y susurros coloniales, una joven llamada Clarita se volvió leyenda. Lo que le sucedió desafía toda explicación racional. Médicos sin respuestas. Autoridades paralizadas. Testigos al borde del colapso. Y en medio de todo… ella. 

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Exorcismo Clarita Villanueva

Mayo de 1953. Manila aún olía a humo y ruinas de guerra. Entre los muelles y callejones, Clarita Villanueva, una joven de 17 años, vagaba sola, descalza y cubierta de mugre. Hija de una espiritista fallecida, parecía hablar un idioma extraño, con una risa que no le pertenecía.

Un agente encubierto la detuvo por “vagancia y prostitución”, aunque lo que inquietaba era su mirada: al observarla demasiado tiempo, algo parecía devolverte la mirada desde dentro. En el jeep, murmuraba palabras incomprensibles.

Al llegar a la prisión de Old Bilibid, el guardia de turno —un veterano que había visto morir a hombres a sangre fría— frunció el ceño al verla. No por su aspecto, sino por algo más primitivo, casi animal: un escalofrío, como si una ráfaga helada lo hubiese atravesado.

—¿Nombre? —preguntó, sin mirar directamente.

Clarita… —dijo la chica, y luego murmuró otra frase que no tenía sentido— … Pero ellos me llaman de otro modo.

—¿Quiénes?

Ella alzó la vista. Una mirada vacía, pero con un destello apenas perceptible… como de burla.

Ya vienen.

Nadie entendió qué quiso decir. Pero esa misma noche, las luces de la prisión parpadearon tres veces. Un reo se ahorcó en su celda sin dejar nota. Y un guardia veterano pidió el traslado al día siguiente, diciendo que “la niña rezaba al revés, con los ojos cerrados”.

Lo que aún nadie sabía… es que Clarita no estaba sola. Nunca lo había estado.

La cárcel y las sombras

La prisión de Old Bilibid era un caserón húmedo y olvidado, donde Clarita Villanueva fue aislada sin explicación. Dormía con los ojos entreabiertos, murmurando en idiomas desconocidos. A la semana, comenzaron los gritos:

¡No! ¡No me toques!
¡Aléjate de mí!
¡NO ME MUERDAS!

Cuando los guardias entraban, hallaban su cuerpo cubierto de arañazos profundos y mordidas frescas. Pero en esa celda no había nadie más. El médico de la prisión fue llamado de inmediato. Un hombre escéptico, de rostro arrugado y voz ronca. La examinó bajo luz amarilla, con un estetoscopio viejo colgando como una soga.

—No hay signos de autolesión —dijo en voz baja, mirando su bloc de notas con una mano temblorosa—. Estas heridas… no parecen hechas por ella misma. Son dentaduras… humanas.

¿Está diciendo que alguien entró y la mordió?

—No. Lo extraño es que hay marcas en lugares imposibles de alcanzar. Espalda baja. Omóplatos. Incluso detrás de las orejas. Tendría que tener la columna de un contorsionista y… —hizo una pausa— y no hay señal de entrada forzada.

El caso llegó al alcalde de Manila, Arsenio Lacson, quien fue a verla. Clarita lo saludó por su nombre —que nadie le había dicho— y, entre convulsiones, una voz grave salió de su boca: 

¡Somos muchos! ¡Ella es nuestra! ¡Ella nos dejó entrar cuando su madre murió!

El cuerpo de Clarita se levantó del suelo varios centímetros, rígido, como una tabla. Sus ojos se voltearon completamente hacia atrás. Las luces parpadearon tres veces.

El asistente del alcalde vomitó. Uno de los agentes huyó del lugar. Arsenio Lacson, pálido como un cadáver, salió sin decir una sola palabra. Desde aquel día, dejó de burlarse de los rumores.

Y Clarita… Clarita simplemente se recostó de nuevo, sonriendo al techo.

Alguien le susurraba desde las sombras. Y ella escuchaba con atención.

Mordeduras ante los ojos del poder

En junio, el alcalde Arsenio Lacson, médicos, reporteros y el forense Mariano B. Lara visitaron la celda aislada de Clarita Villanueva en Old Bilibid. Ella, encogida en una manta sucia, lo recibió con una sonrisa torcida y una frase inquietante: 

Ellos vendrán. Saben que estás aquí. —

De pronto, Clarita arqueó la espalda, sus ojos se volvieron blancos y comenzó a forcejear con algo invisible. Gritaba: ¡NO! ¡NO! ¡NO ME TOQUES! ¡ALÉJATE! —

Ante más de veinte testigos, la piel de su brazo derecho se hundió como si fuera mordida. Sangre espesa comenzó a brotar; el contorno de dientes humanos era nítido. Nadie estaba cerca.

El doctor Lara, con los labios tensos, se acercó. Examinó la herida con sus propios guantes. En su libreta, anotó con pulso tenso:

“Marcas dentales humanas. Profundidad y presión mandibular adulta. Saliva presente. No hay signos de autolesión. Imposible.”

Lacson salió pálido, convertido en creyente de lo sobrenatural. La prensa habló de “La joven poseída de Bilibid”, entre acusaciones de fraude e histeria colectiva. Pero los informes oficiales y más de veinte testimonios jamás pudieron desacreditarse.

Esa noche, Clarita volvió a recibir visitas invisibles. Las marcas seguían apareciendo. Y Manila entera perdió el sueño.

Los demonios tienen nombre

Con los días, las heridas dejaron de ser lo peor. Clarita empezó a describir a los que compartían celda con ella:

—Están aquí. El grande. Me observa mientras duermo. Tiene los dientes como cuchillos. Largos como mis piernas.—

Clarita hablaba de dos entidades. Y lo hacía con una precisión que helaba la sangre.

El primero, decía, era un ser enorme, negro como la brea. Peludo. Desfigurado. Sus colmillos rozaban sus tobillos cuando se le acercaba. Caminaba erguido pero encorvado. Olía a carne podrida y humo. Su voz no era un gruñido. Era un eco. Un temblor que retumbaba en los huesos.

El segundo era más pequeño, pero más cruel. Tenía garras delgadas, como agujas de hueso. Ojos rojos, brillantes, y una risa aguda que solo Clarita parecía escuchar. Se le subía por la espalda. Le lamía el cuello. Le murmuraba obscenidades. Y mordía. Siempre mordía.

—Ese es «The Thing». Eso que vive en la oscuridad. Y quiere entrar en todos ustedes también. —decía en voz baja, como un secreto que podría maldecir.

Ni los sedantes más fuertes surtían efecto. Los guardias evitaban su celda; las luces parpadeaban; algunos juraban que su sombra tenía cuernos. Una enfermera renunció al ver en un espejo una silueta de ojos rojos tras ella.

Clarita ya no dormía. Solo reía. Y su risa no era de niña. Era vieja. Hueca. Como una risa que no pertenecía a este mundo.

Los psiquiatras no encontraban explicación. No había antecedentes médicos. No había histeria inducida, ni esquizofrenia diagnosticable. Y, sin embargo, la prisión entera parecía infectada por algo que nadie podía ver… pero todos sentían.

Los demonios tenían nombre. Y Clarita ya no estaba sola.

El pastor Sumrall

El caso de Clarita cruzó fronteras y llamó la atención del misionero evangélico Lester Sumrall, quien llegó a Manila decidido a enfrentarse a lo imposible.

Sumrall se presentó con una Biblia desgastada entre las manos. Al verlo entrar, Clarita lanzó una carcajada gutural que no parecía humana. Su cuerpo se arqueó hacia atrás, los ojos en blanco y la boca abierta como si quisiera tragarlo entero y advirtió:

No eres bienvenido aquí, pastor —dijo con una voz que retumbó en las paredes—. Ella es nuestra.

Sumrall oró durante horas, leyó la Biblia e impuso las manos, pero Clarita convulsionaba y hablaba en lenguas desconocidas. Al día siguiente, escupió sangre negra y reveló secretos que solo el pastor conocía.

El aire se llenó de olor a azufre; las luces parpadearon; y solo Sumrall permaneció dentro.

El exorcismo y liberación

Al tercer día, con cruz en mano, ordenó:

—En el nombre de Jesucristo, sal de ella.

Clarita gritó, su cuerpo se retorció y su voz cambió mil veces. Luego cayó y lloró como si despertara de una pesadilla.

Ya no están… se fueron… se fueron… —susurró, temblando.

Las marcas desaparecieron. Las mordidas no regresaron. Su rostro, antes demente y tenso, ahora parecía sereno, pálido y humano.

Sumrall salió de la prisión sin hablar con nadie. Horas después, accedió a una entrevista.

—He visto cosas que no puedo explicar —declaró.— Pero sé que Clarita fue liberada de algo real. Algo que no vino de este mundo.

Desde ese día, Clarita dejó de ser noticia. Como si el horror que la había poseído se hubiese llevado también la atención del mundo. Pero los que estuvieron allí no la olvidaron. Ni a ella. Ni a eso que hablaba con su voz.

La vida después del infierno

La prisión de Old Bilibid quedó atrás, pero las cicatrices —visibles e invisibles— nunca desaparecieron por completo para Clarita Villanueva. Años después de aquel oscuro episodio que marcó no solo su cuerpo, sino su alma, fue finalmente liberada. La prensa perdió el interés, el mundo siguió girando, y ella regresó a Bacolod, su ciudad natal, buscando reconstruir una vida que parecía haberle sido arrebatada.

En Bacolod, Clarita se casó y tuvo hijos. La rutina de la vida familiar, sin embargo, nunca logró silenciar del todo las sombras que la habían atormentado. Su presencia era discreta, casi invisible, y su pasado un secreto que parecía querer enterrar bajo capas de olvido y normalidad.

Pero el destino le tenía preparada una última aparición pública que devolvería a Clarita al centro de todas las miradas y susurros.

El regreso final

Corría 1967 cuando Clarita reapareció en Manila. Esta vez, no era para ser encarcelada ni examinada; venía a reclamar los derechos sobre una película inspirada en su caso. Un filme que, para muchos, era solo una leyenda, un relato más de terror urbano. Pero para ella, era la cruda realidad.

Ante la prensa, Clarita habló con voz firme, con una mirada que no admitía dudas.

Sí, fui poseída —dijo—. Nadie podrá convencerme de lo contrario. Ellos existieron. Ellos me devoraban.

Sus palabras retumbaron en los micrófonos y atravesaron la pantalla. La mujer que una vez fue víctima, ahora reclamaba el derecho a contar su historia, a que se reconociera que aquello que le ocurrió no fue un montaje ni una enfermedad, sino un encuentro real con algo mucho más oscuro.

Luego, el misterio volvió a cerrarse a su alrededor.

No hay registros oficiales de la muerte de Clarita Villanueva. Algunas voces susurran que desapareció sin dejar rastro, como si se hubiese desvanecido en la misma sombra que la poseyó. Otros afirman que, lejos de sucumbir al horror, se convirtió en predicadora, una guardiana contra las fuerzas que una vez la atraparon.

Pero nadie la volvió a ver. Ni sus hijos, ni sus conocidos, ni los curiosos que se interesaron por su historia. Clarita Villanueva se esfumó en un silencio que a día de hoy aún hiela la sangre.

Reflexión final

Hoy en día, el caso del exorcismo de Clarita Villanueva sigue siendo uno de los relatos más perturbadores y enigmáticos de posesión y fenómenos paranormales documentados y respaldados por médicos. Los informes están archivados. Las fotos existen. Y los testigos nunca se retractaron.

Lo que para algunos fue un episodio de locura o enfermedad mental, para otros representa una confrontación directa con fuerzas oscuras que escapan a toda explicación racional.

Algunas de las preguntas que siguen sin respuesta son:

  • ¿Qué fue aquello que habitó en Clarita? ¿Un demonio, un espíritu o un mal inexplicable?
  • ¿Por qué los médicos no encontraron una explicación a sus mordeduras y convulsiones?
  • ¿Fue una víctima? ¿Un delirio colectivo? ¿O algo más oscuro se apoderó de ella?
  • ¿Clarita Villanueva desapareció por voluntad propia o fue silenciada?
Y si te apasionan las historias de terror, descubre más casos inquietantes en nuestra sección: Historias de Terror…Y cuéntanos en los comentarios: ¿qué crees que sucedió en Manila en 1953?

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